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Lo interesante es que, a primera vista, debería ser al contrario. Un cerebro más grande obliga a tener una cabeza más grande.
Es cierto que el tamaño de la cabeza no aumenta de manera proporcional al tamaño del cerebro, pero sí debe hacerse más grande. Y el volumen tiene que ser mayor desde los primeros estadíos de desarrollo, dentro del útero materno. Pero, en cambio, el bipedismo obliga a recolocar los huesos de la pelvis. Y, como consecuencia, el canal del parto se estrecha.
Así, tenemos una cabeza más grande que debe salir por un canal más estrecho. Es cierto que la anchura máxima de un bebé no está en la cabeza sino en los hombros, pero éstos están articulados y son flexibles, de tal manera que se puede adaptar. Así que la solución parecía sencilla: hacer que el cráneo fuese más flexible, que pudiese deformarse justo hasta el punto en que permite salir por un canal más estrecho, pero protegiendo el cerebro.
Esta es la manera en la que nacemos los seres humanos, con las suturas craneales aún sin fusionar. Es más, tenemos fontanelas, zonas entre los huesos craneales rellenas por tejido conjuntivo. Este tejido es más blando y flexible que el hueso, y permite que el cráneo gane volumen a medida que va creciendo el cerebro. La fusión de los huesos se da entre los nueve y los dieciocho meses, mucho más tarde que en otros simios. Y de ahí la diferencia en el tamaño del cerebro.
Aún tuvo una ventaja más. Como los huesos se fusionaban más tarde, permitía al cerebro crecer de otra manera. En los homínidos se desarrolló especialmente la corteza prefrontal, la zona del cerebro donde se concentra la mayor parte de la actividad cognitiva.
Fuente: Yahoo España
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